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Relato de la enfermera Daniela Alejandra Vanegas Gutiérrez acerca de su batalla contra el COVID-19 en El Tiempo

El Tiempo | 27 de septiembre de 2021
 

Mi nombre es Daniela y hace un año supe que tenía covid-19. Quiero compartirles la historia de un momento de mi vida cuyos sucesos han sido tan enigmáticos como impredecibles. Hoy sé que hago parte de un grupo minoritario de pacientes cuyas manifestaciones clínicas por la infección suelen extenderse más allá del tiempo previsto para la recuperación total del virus. Algunos médicos y científicos llaman a esta afección "síndrome de covid prolongado" porque involucra una gran cantidad de problemas de salud nuevos y recurrentes que, en mi caso, se han extendido por un año.



Este es un relato repleto de instantes álgidos, expresiones de angustia, pensamientos solitarios, dolores insoportables y muchos diagnósticos, pero sobre todo es un testimonio de vida y esperanza porque hoy puedo escribir sobre esto que me sucede, cuando muchos otros pacientes contagiados por el virus ya no están con nosotros.

Soy enfermera de profesión. Me gradué en la Universidad El Bosque durante el año de la pandemia (2020). Tengo 24 años y soy integrante del grupo de medicina interna del Hospital Universitario San Ignacio (HUSI). Hace un año, durante el encierro, vivía con mi hermana, mi pareja y mi mamá, que es terapeuta respiratoria especialista de cuidado crítico neonatal. Para aquel entonces todos éramos cuidadosos y teníamos protocolos estrictos de limpieza y desinfección en mi casa. Por eso les diré que cuando empecé a sentirme exhausta una tarde de domingo, jamás se me cruzó por la cabeza que yo pudiese tener covid-19.

El 22 de septiembre de 2020 me llamaron del hospital donde trabajo para informarme que tenían los resultados de los exámenes que me había practicado días antes en el HUSI. Mi jefe me había sugerido hacerlos para descartar cualquier duda respeto a mi malestar. Tenía covid-19 y, con ello, un sin número de síntomas que iban agravándose conforme pasaban los días.

Lo primero que noté fue que había perdido el gusto. Mi mamá me preparaba toda clase de remedios caseros, como agua de moringa , infusiones de té, entre otros. Me los tomaba únicamente intentando seguir instrucciones porque no podía saborearlos. Me dolían las piernas y no tenía aliento para levantarme de la cama, tuve tos seca, dolor en la espalda y huesos. Mi garganta se irritó y me salieron placas enormes con pus que no me dejaban pasar saliva.

Poco a poco el malestar se acrecentó, los días me pesaban, el estómago me dolía y vomitaba constantemente, no me podía levantar y tampoco lograba caminar. Mi mamá tenía que bañarme porque me sentía demasiado débil como para hacerlo por mí misma. Alcancé picos de fiebre de 39,8 grados de temperatura, y cualquier movimiento, por más pequeño que fuese, para acomodarme o voltearme me causaba un dolor pronunciado muy difícil de olvidar.

La situación de aislamiento en mi casa fue complicada. Estar encerrada en mi habitación sin poder salir, sin lograr moverme o sin tener contacto con mi familia era desolador. En esta enfermedad, uno por más que quiera dormir no puede hacerlo bien y el estado mental o emocional tiene un rol fundamental en el progreso de la recuperación. En este sentido, el aislamiento y la soledad no son de mucha ayuda.

Escuchaba a mi familia al otro lado de la puerta y me sentía extraña porque no podía verlos, hablarles o compartir con ellos. Si bien estábamos en la misma casa, yo me sentía extremadamente sola y asustada porque en las noches todo parecía complicarse; la situación llegó hasta el punto en que no soportaba ni mi propio cuerpo y aunque intentaba ayudarme, todo parecía ser en vano. Mi mamá y yo conocíamos sobre el virus por nuestra profesión, y me ayudó a realizar varios ciclos de pronación (posición fetal boca abajo) que solían durar 20 minutos para incrementar mis niveles de oxígeno, pero en algún momento ya no pude soportarlos más.

Estuve en urgencias dos veces porque los síntomas no cesaban, y el 28 de septiembre a las 6 de la mañana me hospitalizaron por primera vez. No existe forma alguna de que pueda describirles el miedo y la pena que se sienten cuando te quedas solo y entiendes que no podrás ver a tu familia por un tiempo. Esta es una enfermedad mortal que se enfrenta y se padece en soledad. Solo pude comunicarme con mi mamá a través de algunos mensajes de texto, pero debo recalcar que yo era una paciente afortunada porque ella siempre estuvo ahí para mí, me acompañaba desde afuera y eso me alentaba, me impulsaba a mejorar.

Estuve hospitalizada durante nueve días en el HUSI con antibióticos, corticoides, analgésicos y anticoagulantes. Me colocaron oxígeno y una cánula nasal, me realizaron una gran cantidad de exámenes de laboratorio, electrocardiogramas, una toma de placa de tórax –que no salió nada bien– y participé en un estudio que estaba haciendo la Universidad Javeriana en el Hospital San Ignacio, donde yo me encontraba. Me asignaron en el grupo de "antirretrovirales" y estuve en tratamiento por diez días.

Finalmente, el 7 de octubre, me dieron de alta y pude regresar a mi hogar.

Sobrevivir al alargue

Algunos días después de regresar a casa, junto a mi familia, me sentí más tranquila. Me ayudaban a comer, a bañarme y a vestirme porque no podía evitar sentir que me ahogaba. Tenía disnea como secuela del virus. No me preocupé. Se suponía que todo empezaría a mejorar progresivamente, pero un día mientras dormía un fuerte dolor en la ingle izquierda me despertó. La sensación era parecida a la de un calambre que luego mutó a un fuerte hormigueo que no me dejaba mover la pierna. Como mi extremidad no respondía, tuve que arrastrarla.

Un día después, un fuerte temblor involuntario invadió mi pierna derecha, y con las horas el movimiento se sumó a la otra extremidad, haciéndome imposible cualquier clase de movimiento. Se me dificultaba desplazarme, pero había permanecido tanto tiempo acostada mientras estaba hospitalizada que supuse que era una afección normal y lo dejé pasar.

El 17 de octubre volvieron a hospitalizarme porque me broté y mi piel empezó a descamarse hasta obtener una apariencia de ‘quemadura' por exposición al sol. Me diagnosticaron exantema maculopapular eritematoso generalizado. Mis párpados, mis labios, mis extremidades estaban repletos de pequeños brotes de resequedad que parecían ir cayéndose como escamas. Mis uñas de pies y manos cambiaron de color hasta el punto de que parecían transparentes, y el cabello se me empezó a caer a borbotones. En dermatología me clasificaron con un síndrome Dress grado II y me trataron con varios medicamentos para mantenerlo bajo control.

Estuve en la clínica cinco días más, en los que aprovecharon para realizarme exámenes neurológicos, intentando descartar que el virus me hubiese afectado de alguna manera el sistema nervioso, el cerebro, la médula o los nervios periféricos. No obstante, todos estos exámenes salieron bien, lo que tenía era una miopatía posinfecciosa en la que se veían comprometidos mis músculos. Quiero resaltar que el ‘síndrome de covid prolongado' también me ha dejado secuelas de tipo cardíaco, con tensión alta, taquicardia, miocarditis y a nivel osteomuscular con una sacroileítis, la cual me genera mucho dolor en la parte inferior de la espalda y en ambas piernas.

Mientras esto sucedía, mis emociones también fluctuaban. Esta es la parte que la personas solo suponen o intuyen de la enfermedad, pero que muchas veces resulta irrelevante. Desarrollé ansiedad y depresión a raíz de todo lo que estaba sucediendo. Cuando me enviaron por interconsulta a psiquiatría intenté explicarle a mi mamá que no estaba loca. Me dejaba atónita que los demás llegasen si quiera a considerar que yo inventaba todos los síntomas. Nunca fue así. Todos sabían que mi caso era real, pero la mente y las emociones también son importantes.

Con el tiempo entendí que la terapia era necesaria y fundamental para sobrellevar la condición en la que me encuentro. No solo enfrentaba una enfermedad con síntomas desconocidos, sino que también sobrellevaba en secreto la pérdida de mi perrita Abbygail. Para algunos podría parecer una situación intrascendente, pero ella era mi compañera, mi escudo, mi ángel. Me culpé mucho tiempo por su muerte y esta situación elevó mi dolor físico a un padecimiento emocional que solo pude empezar a sobrellevar cuando mi familia me regaló una hermosa dálmata. El día que conocí a Ellie (mi dálmata) hice un clic de amor.

Sentí que jamás iba a enfrentarme a este tipo de sucesos sola. Hasta el día de hoy, ella me llena de paz, tranquilidad, me ayuda a recuperarme, limpia mis lágrimas cuando tengo un mal día y ha sido fundamental en mi proceso de recuperación. Les cuento esto para resaltar que el amor incondicional es importante en todas las facetas de la vida. Ellie y Abby me salvaron de miles de formas. Me siguen rescatando todos los días.

Después de un año

Actualmente continúo en rehabilitación, asistiendo a terapias físicas y psicológicas. Ha sido un camino arduo y doloroso. He tenido que aprender a caminar de nuevo porque perdí músculo en el cuerpo, sobre todo en ambas piernas. Adicionalmente, trabajo con infiltraciones y bloqueos para aprender a manejar el dolor que me causan las frecuentes contracciones musculares que me impiden moverme.

En este punto siento que me desdibujé de mí misma, de la persona que solía ser antes de la pandemia. Esa mujer inagotable, autónoma y alegre, algunos días no existe. Me he vuelto más lenta para ejecutar operaciones sencillas como leer, escribir o cocinar. Me hace falta volver a leer un libro completo en poco tiempo, disfrutar de mis salidas al parque o ver una serie de televisión con tranquilidad, sin sentir que esos minutos de calma son muy pocos, efímeros.

Mis días suelen pasar lento, pero están llenos de pequeñas anécdotas que, con el transcurrir de las semanas y los meses me hacen recordar quién solía ser. Esa realidad no me la arrebata nada ni nadie. La convicción que guardo en mi corazón sobre un futuro libre, en el que estoy sana y feliz, es lo que me levanta todos los días. Hay quienes le llaman a todo esto "esperanza" y es, quizás, el único sentimiento que no nos pertenece a nosotros, sino al destino y a Dios. Considero que puedo llegar a ser un gran ejemplo de fortaleza y supervivencia para muchas personas que pasan por lo mismo, que viven en realidades complicadas o padecen afecciones desconocidas, como la mía.

Las secuelas del covid-19 son como una montaña rusa, algunos días son mejores que otros, pero en el camino de mi recuperación me he topado con personas encantadoras y maravillosos seres humanos que me han brindado su apoyo, conocimiento, paciencia y amor. Por eso hoy puedo contarles esta historia.

Mi progreso hasta el día de hoy jamás habría sido el mismo sin la ayuda y el cariño que me dan mi familia, mi jefe, mis compañeros de trabajo, el equipo de HUSI, del Hospital San Ignacio, algunos amigos cercanos de la familia, mi Ellie y todos mis doctores, que siempre se han preocupado por mi bienestar, que nunca me dejan sola y me ayudan constantemente a dejar de sentir dolor. No me canso de luchar contra lo desconocido y me siento afortunada de poder compartirles mi testimonio.


Fuente: El Tiempo